


En la mañana del 15 de enero de 2009, el vuelo 1549 de US Airways despegaba del Aeropuerto LaGuardia en Nueva York rumbo a Carolina del Norte. A los mandos de la aeronave estaban el capitán Chesley B. «Sully» Sullenberger y el primer oficial Jeffrey B. Skiles, llevando un pasaje de 150 viajeros y tres auxiliares. A los dos minutos y medio del despegue, y a una altitud de 860 metros, una bandada de pájaros impactó contra el avión destrozando sus dos motores. El veterano piloto, en vez de tratar de regresar o aproximarse a otro aeropuerto cercano, tomó la decisión de forzar un amerizaje en pleno río Hudson. No sólo se convirtió en el primer piloto en lograr una hazaña así, sino que además logró salvar la vida de todo el pasaje y la tripulación. No obstante, pese a ser señalado como un héroe por toda la nación, la investigación posterior del suceso plantea la duda de si realmente fue aquélla la decisión más acertada.
Enmarcado dentro de la tendencia del veterano director de retratar a los héroes americanos de a pie, Sully maneja una narración que logra extraer jugo de donde otros apenas lograrían un ápice de interés. No se trata tan sólo de poner en imágenes el audio de aquellos minutos de descenso y la resolución de lo que la prensa ha dado en llamar «El milagro del Hudson»; se trata de contar la historia de la duda, la culpa y la impotencia. Tom Hanks enmarca con acierto y sobriedad el aura de un hombre templado, firme y, ante todo, responsable, que pierde el sueño sólo de pensar que su maniobra, más que salvadora, pudiera haber puesto realmente en peligro las vidas a su cargo. Del mismo modo, tienen su hueco los controladores de vuelo, los capitanes de los ferris, la guardia costera… y, en definitiva, toda una sociedad que logró sobreponerse al caos sencillamente cumpliendo cada uno su función dentro del engranaje.
Por otro lado, incluso el espectador foráneo puede atisbar en el filme cierto afán por la purga de los fantasmas del ideario estadounidense de comienzos de siglo. Casi como un exorcismo, el filme se atreve a mostrar en secuencias oníricas el qué habría podido ocurrir, regalando impactantes escenas del avión estrellándose contra los rascacielos de Manhattan que prefiguran una invocación del 11S y parecen remarcar que la hazaña del piloto no sólo salvó la vida de las 155 personas que viajaban en el aparato.
Pese a todo, la pieza no remueve las entrañas. Quizá debido al conocimiento que pueden tener los espectadores del suceso en sí; o quizá motivada por la lógica de la supervivencia —bien está lo que bien acaba—, la injusticia del héroe atosigado por los que dudan de su mérito no termina de conmover. Al final, los supervivientes reales aparecen junto a los créditos diciendo a cámara el número de asiento donde volvieron a nacer, como si fuera necesario ese golpe de realidad para terminar de convencer a la terquedad de los lagrimales.