


En el clásico de Dario Argento, Suspiria, de 1977, una de las escenas recrea una muerte bastante singular. Grotesca, como todas las que aparecen en esta obra de culto, la escena en cuestión muestra cómo un pianista ciego es atacado por su propio perro lazarillo, que le destroza la yugular. Una muerte así no resultaría extraña en el contexto de un film que está, de hecho, plagado de escenas mucho más horripilantes. Sin embargo, ésta en concreto presenta elementos que llaman la atención precisamente por lo alejado que se sitúa con respecto a otras del metraje, al menos desde una perspectiva estética. De ellos, sin duda el más llamativo es la ubicación. El crimen del perro lazarillo —un pastor alemán para más detalle— es la única escena de toda la película de Argento que se desarrolla en un espacio reconocible del mundo real: la explanada de la Königsplatz de Munich, ejemplo del neoclasicismo arquitectónico europeo, y lugar habitual de las concentraciones y quemas de libros del Partido Nazi durante el Tercer Reich.
Es inevitable partir de la comparación a la hora de abordar el remake realizado por Luca Guadagnino de la obra de Argento. De hecho, el propio director, consciente de esto, ha tratado de alejarse todo cuanto ha podido de la estela de su predecesor para imprimirle a la obra una impronta personal. Así, la Suspiria de 2018 mantiene el fondo de historia de brujas, pero opta por una presentación por completo diferente, más pausada, sobria y apagada, estéticamente realista, que centra el grueso de la trama más sobre los secundarios —secundarias, concretamente, pues incluso el personaje de mayor peso en la película, un anciano alemán, está interpretado por la actriz Tilda Swinton— que sobre la supuesta protagonista.
El director relega el terror a solo dos escenas en las dos horas y media del metraje: una de ellas de brillante manufactura y otra de bochornoso ridículo
El resultado queda lejos de su precedente. Si en el clásico se primaba el componente estético sobre el narrativo, dejando éste en parte en el terreno metafórico y en parte a la propia interpretación de los espectadores, la obra de Guadagnino teje una historia perfectamente pertrechada donde no quiere dejar el menor cabo suelto —el propio relato se autoexplica declarando al comienzo que se divide en seis actos y un epílogo—, al tiempo que trata de explorar diversos elementos que van desde la religión hasta el feminismo pasando por la política, el sentido de culpa del pueblo alemán, el terrorismo… todo menos el terror, factor que el director sólo relega a dos escenas en las dos horas y media del metraje: una de ellas de brillante manufactura —el baile «asesino» de Dakota Johnson— y otra de bochornoso ridículo —el sangriento clímax gore de la película—.