


Cuando Travis Bickle regresa de Vietnam con veintiséis años no puede dormir por las noches, así que decide hacerse taxista nocturno. El hombre que le hace el contrato detecta nada más verlo que algo no anda bien en su cabeza, pero al fin y al cabo ambos sirvieron como marines en Indochina. Travis se encuentra en su turno con gente de toda ralea y cada mañana le toca limpiar las manchas de sangre y semen del asiento de atrás.
Porque Travis es, ante todo, un hombre limpio; tan limpio como el agua de lluvia que de vez en cuando empapa las mismas calles que él trabaja; limpio, como su conciencia.
Por eso cuando una prostituta de doce años entra en su coche huyendo y es rápidamente interceptada por su chulo, Travis decide comprarse una Smith & Wesson Modelo 29, cañón Magnum calibre 44, además de una S. & W. Modelo 36 de cañón corto cromado, una Scort creyendo que es una Colt de 25, y una Astra Constable pensando que se trata de una 380 Walther semiautomática.
Para limpiar.
Más de cuarenta años separan el clásico de Martin Scorsese Taxi Driver de la última producción de David Simon sobre los orígenes de la industria del porno en Estados Unidos. El protagonismo, la historia y el relato tampoco tienen nada que ver. No obstante, hay algo que une de manera incuestionable ambas ficciones: las calles que retrata la segunda son las mismas que recorre Travis con su coche en la primera, con la particularidad de que, en el film de Scorsese, no son una recreación.
La pornografía estadounidense, hoy día la mayor del mundo y localizada fundamentalmente a lo largo del valle de San Fernando en California —no muy lejos de Hollywood—, nació como industria profesional y sistematizada en el mismo underground neoyorkino donde confluían el arte y la estética de los protegidos de Warhol con las drogas, la subcultura, la mafia italoamericana y los prostíbulos. En este contexto, los tres kilómetros y medio de la calle 42 en Manhattan tienen especial relevancia. No solo se trata del epicentro del distrito teatral, a tiro de piedra de Broadway, Hell’s Kitchen y Times Square, sino que concentra en los setenta la zona de sex shops, peep shows y prostitución callejera probablemente más preeminente de la ciudad. La calle, concretamente el segmento delimitado por los cruces con la 6ª y la 8ª avenidas, era conocida en el argot popular como The Forty-Deuce o, sencillamente, The Deuce.
No es ambientación, es ecosistema
Si David Simon fuera cocinero seguramente seguiría los pasos de esa vieja escuela que entiende la sacralidad de la realización de buenos «fondos» como pieza maestra en la gastronomía. El fondo es una base importante en salsas y caldos. Su elaboración requiere, sobre todo, tiempo, pues se trata de algo que, para que realmente adquiera sustancia, ha de elaborarse a fuego lento. Las obras de Simon en cierto sentido siguen la misma lógica. En las primeras cucharadas de prueba apenas se aprecian resquicios de sabor, suenan a historia insípida y casi aguada. No obstante, conforme va avanzando la elaboración, las esencias de la materia prima se van condensando hasta el punto de poder engrandecer otros platos derivados; otras tramas, incluso secundarias. Eso sí, el arte del fondo requiere pericia, experiencia y una materia prima selecta a base de buen vino, buenas especias y, a menudo, espinas y huesos. Muchos huesos.
Y mientras, las víctimas de la trata siguen sufriendo el mismo destino en una suerte de inalterable maldición divina.
Los primeros episodios de The Deuce nos introducen en un ecosistema complejo. Los últimos, también. Las tramas horizontales que se van pergeñando apenas sugieren una deriva ni un objetivo concreto. No hay protagonistas claros ni conflictos definidos. Y, sin embargo, algo hay. Hay sustancia. La historia se mueve entre los tejemanejes de Vincent y el bala perdida de su hermano gemelo, que montan un bar en la zona con el auspicio medio indirecto de la mafia local; la relación entre las prostitutas, los proxenetas y los clientes que habitan la calle; la vida de Candy, que ha decidido ir por libre sin la salvaguarda de ningún chulo; la historia de Lori, una joven llegada a Nueva York desde Minnesota; o Abby, que deja la universidad para ser camarera de Vincent; o Darlene, que se trae a la calle a una chica de su pueblo a la que arruina la vida… La serie retrata también el ir y venir de los policías corruptos del barrio, los de la comisaría del distrito, los de antivicio, los honrados a su pesar y los que no lo son ni queriendo. También cuenta la historia de Sandra, una joven periodista que quiere denunciar la prostitución de la zona; o los problemas de Chris, camarero de Vincent, que anhela montar su propio bar gay.
Dos hechos añaden presión a la olla donde se cuece todo. Por un lado, el cambio en la legalidad del porno que, siguiendo la estela de Europa, deja de ser perseguido. De pronto los locales especializados empiezan a integrar cabinas de visionado, por lo que muchos clientes optan por invertir unas monedas para lo que antes se dejaban varios billetes. Por otro, la nueva política policial aspira a sacar a las prostitutas de la calle, lo que motiva a un tiempo el auge de los burdeles de la mafia y la obsolescencia de la supuesta protección que brindaban los proxenetas, gremio que empieza a ver próxima su extinción.
Y mientras, las víctimas de la trata siguen sufriendo el mismo destino en una suerte de inalterable maldición divina. El primer episodio termina con un enfático plano del pasillo de un hotel de mala muerte y paredes de papel, habitual refugio de meretrices y clientes. El último plano de la temporada remeda encuadre y composición, si bien varía la localización: ahora se trata del pasillo de un burdel cuyas paredes ni siquiera llegan al techo. Todo ha cambiado para seguir igual.
El porno como salvación
Y luego está el porno, probablemente el más interesante de todos los temas que aborda la serie, mitad por lo novedoso de la propuesta mitad por el empaque de quien la personifica. Pues, no nos engañemos, la historia de Vincent y su hermano, encarnados por partida doble por James Franco, y su ascenso a partir de los asideros de la mafia local ya la hemos visto en más de una ocasión —y con mejores elencos, dicho sea de paso—. En cambio, la incursión de la pornografía en el escenario público suena a una premisa novedosa. Que además se construya a partir del punto de vista de una directora sugiere una refrescante variación sobre los precedentes que se puedan rastrear sobre el tema.
Maggie Gyllenhaal, que además de interpretar también produce la serie, realiza un trabajo de altura, solvencia y valentía. La entidad que otorga al personaje de Candy, prostituta que encuentra en la pornografía una vía de expresión, supone con diferencia lo mejor que presenta la serie. Y lo de mayor interés. Pues Candy no solo va a encontrar en el cine para adultos una manera de salir de la calle, también va a descubrir una vocación artística, una profesión que la terminará salvando tanto en lo físico como en lo emocional. Y ahí está, quizá, la mayor controversia que se desprende de esta primera temporada.
La pornografía de alguna manera se presenta en su origen como una actividad inocua ejercida por nerds con super-ochos, comprensivas directoras, y apenas financiada muy de lejos por los lazos mafiosos
En el último episodio los personajes principales asisten al estreno de la famosa Garganta Profunda (Deep Throath, 1972), el primer filme pornográfico en ser estrenado y distribuido en salas convencionales. Candy y su socio son invitados en calidad de cineastas, pues ya han realizado diversas películas X, alguna incluso con actrices vocacionales que han acudido a ellos epatadas por el aura del celuloide. En su calidad de VIP acceden a ver el estreno junto a Linda Lovelace, protagonista del mítico film, mientras que el proxeneta que les suministraba a las actrices habituales de sus producciones —y que obligaba a todo el equipo, cámaras incluidos, a pagarle su correspondiente tributo— se queda fuera del cine, viendo desmoronarse simbólicamente su estatus y su poderío.
Aunque no puede acusarse a David Simon de perseguir ninguna premisa moralizante en ningún sentido, lo cierto es que la pornografía de alguna manera se presenta en su origen como una actividad inocua ejercida por nerds con super-ochos, comprensivas directoras que susurran sus instrucciones al oído de las actrices, y apenas financiada muy de lejos por los lazos mafiosos. Una actividad que, de hecho, parece suponer una salvación para prostitutas como Lori, la chica que vino desde Minnesota y que termina invitando en las cabinas para que los clientes la admiren en pantalla. Una alternativa a todas luces mucho mejor y más glamurosa que aquel pasillo del burdel cuyas paredes no llegaban al techo y que es comparado por las primeras trabajadoras que entran en él con un establo. Incluso Lovelace es representada exultante como primera pornstar, con un vestido largo de blanco virginal entre flashes y autógrafos a su llegada al estreno de Deep Throath. La misma Lovelace que años después, en la vida real, renegó de todo su trabajo y afirmó haberlo hecho bajo coacción; y la misma película cuyos millonarios derechos regaló el director a la mafia a cambio solo de mil dólares por miedo a quedarse sin piernas.
En todo caso, nunca se sabe por dónde nos pueden llevar. Es David Simon, y tiene todo el tiempo del mundo.