


La vida en la mar es una de las experiencias más duras y claustrofóbicas a las que puede someterse el ser humano. No es raro perder la cabeza al pasar largas temporadas solo rodeado de inmensidad; conviviendo día tras día con las mismas caras; horadando jornada a jornada las mismas relaciones, sean estas buenas o malas; añorando el hogar, la familia o, sencillamente, el suelo firme y el aire seco… y sintiendo que cada orzada puede ser la última. En estas circunstancias, cuando las historias de sirenas y monstruos marinos parecen más plausibles, no resulta extraño que los marineros atribuyan al haz del faro, indicador de la proximidad de la tierra, una virtud benefactora, casi mágica.
La última película de Robert Eggers, que ya sorprendió con La Bruja en 2015, sitúa a tan solo dos personajes en el angustioso contexto marítimo. Su existencia es todavía peor que la de los propios navegantes a quienes alerta el faro que custodian, en tanto que están atrapados en un islote alejado de tierra del que no pueden escapar. Y ambos, además de la soledad y el desapego, sufren la misma fascinación por la luz, hasta el punto que uno de ellos ansía poder verla de cerca mientras que el otro, mayor y más autoritario, quiere reservársela para sí. El relato, en buena medida, se centrará en los esfuerzos del joven farero por robar este fuego de los dioses, aun a sabiendas de que, como en el mito prometeico, es un acto que va contra las normas establecidas.
Un alarde estético que viene a suplir, en cierta forma, las carencias del relato a nivel narrativo
El Faro es la pugna íntima entre dos hombres en un contexto desesperado que pone sobre la mesa los miedos y las supersticiones, pero también la culpa, los problemas de identidad y la lucha contra el tiempo. Además de la remembranza hacia los relatos de Melville o Stevenson, la película tiene su inspiración en el relato corto de Edgar Allan Poe del mismo título, así como en los sucesos reales que acaecieron en el Faro de Smalls en 1801, cuando uno de los fareros tuvo que convivir durante meses con el cadáver de su compañero en una caseta de escasos metros cuadrados en mitad del canal de San Jorge.
El film está rodado en formato analógico, en blanco y negro y con una proporción de tres cuartos, alarde estético que viene a suplir, en cierta forma, las carencias del relato a nivel narrativo. Porque, en efecto, la película, que se sostiene sobre la interpretación un tanto histriónica de Willem Dafoe y Robert Pattinson, termina por perderse en una diatriba de diálogos de borracho en mitad de un temporal. Poco tiene la obra de terrorífico más allá de la angustiosa ambientación y la sensación de estar conviviendo con alguien que ha perdido la cabeza, lo cual está, además, tan poco perfilado, que puede aplicarse a cualquiera de los personajes.
En cualquier caso, se trata de una obra diferente a lo habitual de la cartelera.