


Al final de Dos hombres y un destino (George Roy Hill, 1969), los bandidos interpretados por Paul Newman y Robert Redford, Butch Cassidy y Sundance Kid, corren hacia su muerte pistola en ristre, determinados a afrontar su final con valentía. La narración opta entonces por congelar la imagen de ambos en plena carrera mientras de fondo se escuchan las cargas del ejército boliviano, petrificando así en la memoria la esencia salvaje y libre de los personajes. El espectador nunca ve morir en pantalla al Sundance Kid, en lugar de ello lo ve trascender el umbral que lleva hacia el terreno de lo legendario, donde vivirá para siempre.
The Old Man and The Gun, según han declarado, será la última película de Robert Redford, al menos delante de las cámaras. En ella, no solo toma una historia real para hacerla suya, como ya ocurriera con Dos hombres y un destino, también le pide prestado al Sundance Kid el bigote y la profesión de bandido amable, de pícaro simpático, para construir una historia que resuena con notas de carta de despedida tras sesenta años de profesión.
Forrest Tucker es un anciano que se dedica a atracar bancos junto a dos compañeros de su misma edad. El modus operandi suele ser siempre el mismo: amenazar educadamente a los cajeros o directores de la sucursal, y marcharse con una sonrisa amable y una bolsa llena de dinero. La motivación, no obstante, va más allá del puro materialismo. Tucker y sus socios no atracan bancos por la riqueza, los dólares y el oro; atracan bancos, sencillamente, porque es una actividad que les apasiona.
Adaptado a partir de un artículo de David Grann publicado en The New Yorker en 2003, el director David Lowery traza una comedia agradable y sencilla que se apoya fundamentalmente en el carisma de los intérpretes y lo interesante de la premisa.
Mientras huye de uno de sus robos conoce a una viuda con la que inicia una relación sentimental, por supuesto sin desvelar en ningún momento su verdadera «profesión». Al tiempo, uno de los policías locales que ha asistido —sin ni siquiera enterarse— al último golpe de Tucker se obsesiona con atraparle y, para ello, se encargará de ir desgranando la historia, ya casi convertida en leyenda, de todos sus robos y fugas de prisión.
Adaptado a partir de un artículo de David Grann publicado en The New Yorker en 2003, el director David Lowery traza una comedia agradable y sencilla que se apoya fundamentalmente en el carisma de los intérpretes y lo interesante de la premisa. El recorrido, en cambio, es bastante breve y el trasfondo dramático bastante ligero, lo que hace de ella una pieza disfrutable que adquiere una mayor carga simbólica, sin duda, por el cariz autorreferencial —claramente explotado, como certifica el empleo de imágenes de un joven Redford en La jauría humana (Arthur Penn, 1966) para ilustrar una de las fugas del personaje— y el tono de despedida que se le ha impreso con el adiós de la leyenda viva de Hollywood.