Room era, hasta hace casi nada, una incógnita para todos aquellos que no habían leído la novela homónima de Emma Donoghe. Y, sin embargo, su propuesta ha conseguido una dulce sorpresa: atraer al público a las salas y entrar en muchas quinielas de los Oscars, con una laureada Brie Larsson a la cabeza.
El caso es que, a priori, el último filme de Lenny Abrahamsson (Frank) tenía todos los elementos para interesar. La premisa es cuanto menos sugerente, con madre e hijo viviendo en un cubículo de tres metros y medio por tres metros y medio de tamaño. Allí tienen su universo cerrado y su cárcel particular, todo contado a través de los ojos de Jack, el niño.
La mezcla de géneros, para Room, es un bálsamo que ayuda a establecer tanto sus temáticas como su tono… aunque sea por poco más de treinta minutos. Durante ese lapso de tiempo se ve sin duda el despliegue técnico y literario de la película. La mezcla de tono entre thriller y cuento de hadas funciona a la perfección: en el caso del primero, por la dosificación de información, por contar al espectador como alguien inteligente y por la mezcla de colores apagados y poco saturados; por el otro, por el tono, en voz en off -logrado en ocasiones, porque en otras roza y supera el melodrama barato y la sobreexplicación dramática- de la historia, así como también de lo trabajados que están los altibajos emocionales de los dos personajes principales.
Todo ese notable esfuerzo para un trabajo de estas características se hunde una vez llega el clímax de los primeros compases de la historia. Y ahí surge el primer error: la falta de verosimilitud. El equilibrio de géneros, tan bien logrado hasta ese punto, se tambalea y surge el primer gran escollo de la historia. Ahí, Emma Donogue y Lenny Abrahamsson optan por la solución de cuento de hadas en pos de la verosimilitud. ¿Resultado? Una bisagra de enorme calidad estética —en forma de alfombra—, pero de discutible realismo. Y eso, cuando uno juega con el thriller realista ni que sea de refilón, tiene una definición muy clara: jugarle la trampa al espectador.
Por desgracia, ese esquema va repitiéndose e incluso amplificándose a posteriori. A medida que los minutos avanzan, el thriller va desapareciendo hasta casi ser una sombra, y el cuento de hadas melodramático es el único elemento que queda. Si bien la mecánica se entiende e incluso cuaja en más de una ocasión —el hecho de que el mundo se abra ante alguien que lo tenga totalmente cerrado—, no es tan comprensible que las derivas más dramáticas y chocantes tan solo existan de pasada.
Esa pereza —o complacencia por buscar tan solo el «buen trabajo», como diría el profesor de jazz de Whiplash- a la hora de profundizar en los rincones más turbios de la recuperación de un trauma acaba siendo una traición velada de buenrollismo y superación, justo la fórmula ideal y complaciente para que tanto público y Academia, engañados —o no— aplauda un esfuerzo casi nulo como es en el caso de esta película. Ni siquiera el excelente trabajo del cuerpo actoral —sobre todo Brie Larsson y Jacob Tremblay— o el tremendo oficio técnico consiguen ocultar tamaña cobardía que, como siempre, se repite como uno de los mayores errores que se perdonan gracias a los nominaciones de los Oscars.
Room es, durante una hora, un trabajo muy sólido, lleno de matices y riqueza emocional a todas partes; y, durante la otra, es un ejercicio forzado de bisagras narrativas y huidas hacia adelante con algún matiz interesante que se pierde, al final, porque el guión, o bien la novela original de Emma Donoghe, sea un producto más cercano a un entretenimiento con ínfulas de reflexión y buenrollismo que no un trabajo que explore tanto los traumas como la verdadera superación de estos.