


Cuando al famoso escritor Joe Castleman le otorgan el premio Nobel de Literatura se pone a saltar de alegría junto a su esposa sobre la cama. Llevan casados cuarenta años, cuatro décadas que él ha pasado cosechando éxitos literarios bajo los cuidados siempre atentos de ella. Porque ella es, ante todo, «la esposa perfecta». No solo se encarga de organizar todos los detalles del viaje a Estocolmo, sino que además se podría decir que ella es la responsable de que su marido no se atiborre de chocolate y se tome las pastillas para el corazón; de que no tenga restos de comida en su barba; de recogerle la ropa que él va dejando tirada por las habitaciones; de acompañarle poniendo buena cara en los actos y demás agasajos a los tiene que acudir, o de satisfacer sus necesidades sexuales cuando él tiene ganas. Su absoluta entrega pasa incluso por perdonar las incontables infidelidades que su esposo ha cometido con el paso de los años. Todo, con tal de garantizar que él pudiera alcanzar el siempre ansiado éxito. Tanto es así, que de hecho ha sido ella quien ha escrito en la sombra todos los libros del Nobel de Literatura. La presencia durante el viaje de un periodista que parece haber descubierto la verdad, así como el enésimo intento por parte del autor de seducir a una joven fotógrafa, llevarán a la protagonista al borde de la crisis.
Glenn Close llena la pantalla a partir de una colección de sutilezas dispuestas con pericia milimétrica
La película dirigida por Björn Runge no presenta, de entrada, grandes logros estéticos ni narrativos. Su disposición se hace incluso predecible por momentos, y el afán por explicar todos y cada uno de los detalles priva a la pieza del interés que podría haberle otorgado un punto de ambigüedad. La obra está plagada de flashbacks que redundan en aquello que el espectador ya sabe, o ya se ha imaginado, sin contribuir a la narración más que con la certificación de lo evidente.
No obstante, aunque la presentación de la película pueda resultar tremendamente sencilla y de poca elaboración, lo cierto es que se trata de un plato compuesto por lo que los chefs llamarían «un producto de primera». Glenn Close llena la pantalla a partir de una colección de sutilezas dispuestas con pericia milimétrica. Si decimos que la información resulta redundante es precisamente porque la actriz ya se ha encargado de contarnos todo sin palabras, solo a base de miradas. No le quedan lejos el siempre solvente Jonathan Pryce y la propia Annie Starke, hija en la vida real de la actriz, que interpreta su mismo papel de joven y que logra adecuarse con elegancia al estilo de su madre —o más bien al contrario, pues las escenas de la hija se rodaron con anterioridad—. En cualquier caso, solo por el festival de la intérprete merece la pena pagar la entrada.