


El Ragnarök es el fin de Asgard, el mundo originario del dios Thor. Su llegada implica la destrucción de todo y el final de su civilización. Cuando el malvado Loki suplanta a Odín en el trono, el Ragnarök se percibe más cerca que nunca. Thor, hermano de Loki, vive ajeno a la suplantación y trata de mantener a raya a todos los demonios y fuerzas maléficas que amenazan con provocar la caída de su reino. Pero entonces llega Hela, primogénita de Odín y diosa de la Muerte, dispuesta a provocar el colapso final. Para ello, su primer paso es destruir el martillo de Thor y expulsarles tanto a él como a Loki del planeta hacia un vertedero espacial llamado Saakar, que resulta ser el lugar más hortera del universo.
En las antípodas de la pieza originaria de la saga, Thor (Kenneth Branagh, 2011), esta tercera entrega de las aventuras del dios del trueno abandona por completo la altisonancia shakesperiana de la primera y la impostada oscuridad de la segunda para abrazar definitivamente el tono ligero y cómico que introdujo Guardianes de la Galaxia (James Gunn, 2014) en el Universo Marvel. De este modo, la historia huye de complejidades argumentales para explotar al máximo las peripecias de los personajes en su anhelo por salvar a la civilización asgardiana de su temible final, al tiempo que se explaya en los gags visuales y los chistes de diálogo.
Y ahí reside la gran virtud y el gran defecto de la película. Por un lado, frente al drama grandilocuente de las últimas entregas de la casa Marvel se agradece un tono desenfadado y estrambótico que invite tanto a la risa como al disfrute de la acción. Pero, por otro lado, la preeminencia del humor sobre el argumento y las premisas de los personajes no hace sino desvirtuar el sentido mismo de la obra.
Thor: Ragnarok suena a payasada. El desenfado por momentos se torna extravagancia y desafección, restando importancia dramática tanto a los héroes como a los villanos. Hulk, que ejerce de compañero de armas del protagonista, transgrede sus propios principios para convertirse en una versión circense de sí mismo; en un recurso cómico, en un chiste. Goldblum lleva al villano hasta la parodia del absurdo, jugando mitad en la horterada mitad en la idiotez. Y Thor sigue adoleciendo del problema que siempre ha presentado con el humor: es un personaje tan colmado de virtudes que difícilmente puede agarrarse a la comedia del desdichado a la que tan bien juegan en Guardianes de la Galaxia o en Spiderman Homecoming (Jon Watts, 2017).
Con todo, la película no deja de ser otra pieza del puzzle que está componiendo Marvel y así hay que entenderla, como una más.