


A veces al mezclar los reactivos adecuados se logra dar con la fórmula del éxito; el secreto de la Coca Cola, la crème de la crème. Otras, en cambio, se termina cayendo en el garrafón. Probablemente la obra dirigida por Kike Maíllo esté en algún lugar indeterminado entre ambos extremos. Por una parte, conjuga una trama de probada viabilidad con el sostén de intérpretes de renombre. Por otra, adereza la turbiedad del thriller con el polvo del western, el barroquismo capillita y el sonido aflamencado de Bambino en sus buenos tiempos.
Después de fracasar en su último golpe y perder a su hermano, Toro (Mario Casas) ha cumplido la mayor parte de su condena. Ahora, en régimen penitenciario abierto, trata de llevar una vida honrada de la mano de su novia. Trabaja como chófer de una empresa de transportes y regresa cada día a su celda para cumplir con los pocos meses que le restan. Sin embargo, cuando menos se lo espera, su hermano mayor López (Luis Tosar) llama a su puerta pidiéndole ayuda: el cacique local, un despótico José Sacristán, le reclama una deuda de cuatro ceros y, para asegurarse el pago, ha secuestrado a su única hija.
La premisa de esta historia, si bien presentada de manera original, se antoja del todo predecible. Estamos, por mucho que hayan tratado de disimularlo con giros de guion, ante el clásico relato del buen ladrón a quien su pasado no permite la reinserción; la historia del hermano bueno que termina pagando las cuentas del hermano malo, mezquino y traidor; la vieja narración del capo que controla los hilos con sangre y fuego. La han pintado como un thriller, pero es realmente un spaguetti western enmarcado en la costa andaluza, el desierto de Almería y la colmena urbanística de Torremolinos. Un Sin Perdón con Mario Casas en el papel del antihéroe redimido.
Pretendidamente hortera, la película conjuga bajo la estética cañí elementos tan dispares como las balas, la Semana Santa y la gasolina
Si algo destaca de Toro es su puesta en escena y su factura visual. Pretendidamente hortera, la película conjuga bajo la estética cañí elementos tan dispares como las balas, la Semana Santa y la gasolina. Los mafiosos rompen dentaduras a ritmo de fandango; el villano urde sus maquinaciones al son de corneta procesional y el protagonista se repone de su tragedia entre bocado y bocado de su tupper de tortilla de patatas. Ya los títulos de crédito lo anuncian: a cámara lenta, rosarios ensangrentados, tatuajes de amor de hermano, esclavas de plata y patillas espesas, todo entre llamaradas.
Tosar cumple con lo prometido a pesar del peluquín; Casas responde con hechuras al papel de hermano inteligente y malencarado, y Sacristán aporta el punto grotesco, con su virgen sin ojos bajo los neones fluorescentes del techo. Pero el guion es predecible y el montaje no aporta el ritmo que merecen las escenas de tensión. Una mezcla ibérica sin demasiado acierto, aunque curiosa estéticamente.