Es probable que el Festival de Cannes sea el evento que más renta per capita concentra del mundo. Si no lo es, seguramente esté cerca de serlo. Se trata de varias jornadas en las que la localidad de la Costa Azul reúne un número considerable de millonarios en pocos kilómetros cuadrados. Entre productores, estrellas de cine, empresarios de la industria y demás trabajadores, el impacto económico del festival está calculado en cerca de los doscientos millones de euros, diez veces más de lo que cuesta organizarlo, que no es poco.



Tal vez este hecho haya influido en que la última película ganadora de la prestigiosa Palma de Oro, galardón más importante del certamen, sea El triángulo de la tristeza, del sueco Ruben Östllund. Se trata de una parodia ácida y crítica sobre el mundo del lujo, del postureo y del ambiente de los millonarios que, probablemente, haya desatado carcajadas entre quienes se han visto reflejados en la gran pantalla. Sin embargo, para el sector proletario del público, es probable que la propuesta resulte bastante aguada.
La película se divide en tres capítulos. En el primero, una joven pareja de supermodelos discuten sobre quién tiene que pagar la cuenta de una cena en un restaurante de lujo. No es una cuestión de dinero, pues la cena ha sido para ellos unas míseras decenas de euros. Es más una cuestión de género. En el segundo capítulo, ambos modelos, junto a un selecto grupo de millonarios, pasan unas vacaciones en un yate que se va a pique por el ataque de unos piratas. En el tercero, los supervivientes del naufragio tienen que sobrevivir en una isla desierta.
La sátira está servida a través de la proyección de la lucha de clases y el juego de las paradojas. Al mundo del lujo se opone una realidad prosaica, soez y escatológica de la que los capitalistas no pueden escapar por mucho dinero que posean. El momento cumbre de la película es la cena de cinco tenedores que se empeñan en realizar en plena marejada y que termina con todos los asistentes mareados y vomitando efusivamente litros y litros de Champagne. Entre las víctimas, los modelos del principio, un ruso que ha forjado su fortuna vendiendo estiércol, o una pareja de ancianos fabricantes de armas que son los primeros en reconocer la granada que hunde el yate como una pieza producida en sus factorías. Luego, en la tercera parte de la ficción, la conclusión también resulta crítica: desposeído el dinero de su valor, en la sociedad matriarcal que se forja cada cual vale en función de cuánto pueda aportar a la comunidad, ya sea con sus habilidades de supervivencia o con la explotación sexual de sus cuerpos.