En mi último post sobre la serie blasfemé. Sí, «blasfemé». Y digo bien porque, desgraciadamente, la serie ya había subido con su potente primera temporada varios peldaños de la escalera que conduce al sanctasanctórum de las series «de culto» esas. Blasfemé y algún tuitero me recriminó la osadía argumentado que sólo llevábamos dos episodios para poder juzgar con propiedad. Le respondí que dos episodios en una serie de ocho es un cuarto de historia pero, en parte, sabía que llevaba algo de razón. Era pronto. O eso pensaba. Ahora llevamos ya tres cuartos y, siendo sinceros, la verdad es que la blasfemia se quedaba más bien corta.
La segunda temporada de True Detective es un soporífero borrador de guión escrito rápido y sin demasiadas ganas
La segunda temporada de True Detective es un soporífero borrador de guión escrito rápido y sin demasiadas ganas. Los personajes siguen contando sus tramas en voz alta; sus tramas siguen siendo más bien vacuas y sin chicha; y la chicha, si es que la hay, está más en lo paródico que en lo detectivesco. La serie, engorrinada en su autocomplacencia, quiere ser grandilocuente y se queda en charlatana; quiere ser preciosista y se queda rimbombante; quiere ser noir y se queda en cateta. Ni los hollywoodienses headshots del reparto la salvan, como sí hacían en la temporada anterior; ni el desparrame visual la exculpa, como también pasaba en su primera entrega. Simplemente, admitámoslo, es mala. Flagélense.
Es mala, y lo peor es que parece que lo sabían. El quinto episodio está única y exclusivamente para repetir la presentación de todas las tramas que ya presentaba el primero. De hecho, prueben a empezar a ver la serie por ahí: no se perderán nada. Incluso hasta puede que le encuentren más gracia porque, de hecho, deja más cosas a su inteligencia que el primero. Si el propio autor se siente obligado a reactivar sus conflictos a mitad de temporada, a lo mejor es que sabe que no tienen el menor interés, ¿no les parece?
Pero el sexto es ya el despiporre. Para que se hagan una idea, el punto fuerte de la trama principal del episodio de la semana pasada es cuando la protagonista decide infiltrarse en una de las orgías que montan «los malos», pero sólo para asegurarse. Ella, que empezó la serie dirigiendo un comando armado para pillar a un triste y legal pornógrafo cibernético, ahora prefiere ir de tapadillo a la lugar del vicio donde todos los multimillonarios se dedican al fornicio entre drogas y modelos de Victoria’s Secret. El pase se lo ha conseguido su hermana, que «casualmente» sabe del tema. De modo que ella, la protagonista, se presenta con un vestido ceñido, sus treinta y siete largos y su metro sesenta haciendo como que tiene quince años menos y otros tantos centímetros más. Por supuesto, los millonarios fornicadores la admiten en la fiesta nada más verla allí esperando con el resto de supermodelos.
Esos policías tan intensos regalándole a la infiltrada en una orgía un aparato que para lo único que puede servir es para medir su nivel de actividad física y las calorías que consume
No le permiten llevar absolutamente nada, ni teléfono ni ningún tipo de cámara o micrófono. Pero Pizzolatto, el guionista, es muy listo: ha hecho que sus colegas le presten un «transmisor» GPS del tamaño de una moneda de veinte duros, a lo James Bond. El problema es que el instrumento casualmente resulta ser una Misfit Shine como la que yo mismo llevo en mi muñeca… y que no es más que un podómetro. La carcajada, obviamente, me saca por completo de la serie. De pronto me imagino a esos policías tan intensos y afectados regalándole a la infiltrada en una orgía un aparato que para lo único que puede servirle es para medir su nivel de actividad física y las calorías que consume.
Intento volver a la serie, pero la broma parece que continúa. Los agentes, gracias al artefacto, logran rastrearle la pista a su compañera y llegar hasta el discreto y oculto escondite de los proxenetas. ¡Menos mal que llevaba el podómetro mágico! De no ser por él no sé cómo dos inspectores entrenados habrían podido seguir a un AUTOBÚS hasta una MANSIÓN iluminada en lo alto de la colina. Allí optan por entrar igualmente de tapadillo, porque eso de sacar la placa, llamar a los refuerzos y arrestar a todos los millonetis con las manos en el pan parece que no es lo que buscan. Ellos prefieren el sigilo, por lo que, mientras drogan a su compañera con un spray bucal, ellos saltan la verja a cara descubierta y reduciendo a varios guardas mientras la producción opta por amenizar todo con una anticlimática música de violines. [Nótense las ironías]
Si las casualidades me estorban, las incongruencias me hunden por completo
Pero el mejor momento llega cuando los policías se acercan justo a una ventana que está abierta justo en el momento en que los villanos están al otro lado hablando justamente del caso y de lo malos que son. Y todo esto a la vez que justo la infiltrada entra a vomitar justo en el mismo baño y en el justo momento en que está dentro drogada perdida justamente la desaparecida que estaba buscando. ¡Anda, coño! Y claro, todo esto sin contar el drama paralelo que lleva el mafioso local que, a pesar de querer pasarse al lado legal y llevar sus negocios sin llamar la atención, es él quien va personalmente a hacer todas las fechorías, desde sacarle los dientes a sus enemigos hasta llamar desde el teléfono del trabajo a los secuaces del cartel de Sinaloa —o algo similar—.
Si las casualidades me estorban, las incongruencias me hunden por completo. Que el episodio termine con un bólido derrapando y huyendo hacia una luna llena digital de lo más hortera es, sencillamente, lo de menos. Por lo que a mí respecta, esta ficción ha bajado de culo todos los escalones que había subido la primera hacia la cima de las series eternas. La terminaré de ver, pero haciendo un esfuerzo. Y eso, amigos míos, es un grave problema.
Soy fan acérrimo de la primera temporada con todas sus virtudes (muchas) y todos sus defectos (unos cuantos). Asistí al estreno en V.O.S.E. de la segunda temporada y no he sido capaz de pasar del segundo capítulo. Qué decepción.