


La temporada pasada de True Detective fue un espejismo. Cada vez estoy más y más convencido. El primer atisbo lo tuve cuando, pasados varios meses desde el último capítulo y ya digerida la emoción del comienzo, me percaté de que no era capaz de decir cuántas víctimas habíamos investigado junto a Rusty Cohle. ¿Una? ¿Dos? ¿Había una niña? ¿Una prostituta? ¿La niña era la prostituta? ¿Fue todo un colegio? ¿Y un travesti? Nada, no podía recordar, sencillamente porque ni siquiera nos habían mostrado sus caras —el policiaco y sus machiruladas—. La segunda pista me llegó cuando, víctima del engaño hypestérico, me compré la novela del guionista y creador de la serie, Nick Pizzolatto Galveston. Insufrible. Además de varios errores graves de edición —es Lake Charles, señor traductor, una ciudad, no es «el lago Charles»— me ha resultado un soporífero «intento de». No voy a entrar a criticar la novela, simplemente diré que levanté una ceja y me dije a mí mismo: ¿Y este es el que ha escrito True Detective? Ahora, estrenada la segunda temporada, creo que estoy ante la prueba irrefutable. Un espejismo, señores. Una ilusión pasajera. Mucho, mucho tiene que mejorar el asunto para que me termine convenciendo esta nueva etapa. ¿Por qué? Aquí les paso mis cinco motivos.
La perspectiva múltiple
Uno de los mayores logros de la primera temporada de True Detective siempre me ha parecido la desestructuración del relato. Desde el primer momento nos encontramos con constantes saltos temporales que van del futuro al pasado sin solución de continuidad. La gracia de la cosa es el juego que se plantea con el espectador al mostrar las incongruencias entre lo que se nos muestra que ocurrió y lo que los protagonistas cuentan que ocurrió. Pero, independientemente de que se juegue con prolepsis y analepsis, la primera temporada respeta y mantiene una única perspectiva: la de ellos.
Ellos guían la narración en todo momento, bien como sujetos o bien como objetos de las pesquisas; es su testimonio, es su relato el que nos va llevando por toda la trama. No sabemos nada que no descubran ellos. No conocemos nada que ellos no relaten o que la realización decida mostrarnos porque es referente a ellos. Tan sólo en el prólogo y en el episodio final saltamos a la perspectiva del villano, pero lo hacemos de forma tan comedida y justificada que casi diría que es hasta elegante.
En la segunda temporada no tenemos nada de eso. Ya desde el primer episodio se nos introduce en una perspectiva múltiple tan sesgada como tediosa. Como en Juego de Tronos: el episodio de uno, la historieta de la otra, el problema de aquellos, el encontronazo de aquel… y sí, sabemos que en el algún momento confluirán todas las historias, e incluso estamos dispuestos a aceptar que lo hagan con un travelling circular tan hortera como el de los anuncios de Gillette, pero la cosa aburre bastante, y sospecho que lo hace por el siguiente motivo.
Personajes transparentes
Los personajes no tienen ninguna chicha. Bueno, corrijo: tienen mucha chicha, pero nos la están dando toda de golpe. La gracia de la presentación de los personajes es la misma que la del striptease: revelar las cosas poco a poco. Incluso diría más: lo interesante del asunto es «invitar» al espectador a que trate de descubrir por sí mismo el gran secreto, aquello que realmente motiva y justifica las decisiones del protagonista. En la segunda temporada de True Detective no tenemos hasta el momento nada de eso. Los personajes, a la primera de cambio, nos cuentan su vida, bien ellos de forma expresa así, de viva voz, o bien algún secundario tipo hermana/psicóloga/padre/jefe/compañero que lo único que hace en la escena es contarle al protagonista los logros y desventuras de su propia existencia, como si estuviera amnésico o algo.
En la primera temporada, Matthew McConaughey soltaba entre viaje y viaje una perorata pseudointelectual que realmente no significaba nada, ni para él ni para la historia. Era el montaje quien se encargaba de recordarnos constantemente cuál era su trasfondo,el elemento que realmente le carcome por dentro y sobre el que motiva su ahínco en esta investigación. Lo hace al mostrarnos repetidas imágenes de niñas perdidas o desaparecidas, bien en carteles en las carreteras o bien como sencillos espectros vivientes bordeando las aceras por donde pasaba el protagonista en coche. No es hasta entrada la historia cuando el personaje menciona por encima que perdió a una hija. En la segunda temporada, en cambio, Vince Vaughn ve una mancha de humedad en el techo y se marca un monólogo de cinco minutos abriéndonos su corazón.
Escenario real
La primera temporada de True Detective se desarrollaba en la zona pantanosa del delta del Misisipi, a medio camino entre Texas y Nueva Orleans. Se trata de un lugar sin duda misterioso, aderezado por un curioso mestizaje en el que confluyen los valores tradicionales de la región sureña bajo su ahora proscrita bandera confederada con elementos que van de la santería al vudú. La segunda temporada se desarrolla en la ciudad de Vinci, en el distrito de Los Ángeles, pero no la busquen en el mapa porque se trata de una ciudad ficticia. Eso sí, está inspirada, según ha comentado el propio creador de la serie, en la ciudad de Vernon, famosa por su tejido industrial (1800 empresas registradas), su escaso censo (114 personas, lo he buscado) y sus numerosos casos de corrupción. Claro, ahí está el problema: con tanto donde rascar, ¿por qué oculta su ubicación real bajo el parapeto de un nombre ficticio?
Una vez que empezamos a inventarnos ciudades todo se va irremediablemente al carajo
Tal vez sea por no ensuciar aun más el de Vernon, pero lo cierto es que una vez que empezamos a inventarnos ciudades todo se va irremediablemente al carajo. Lo siento, pero es así. En una ciudad inventada puede pasar absolutamente todo. Todo, digo. Todo lo que se le ocurra al guionista. Desde que aparezca Batman hasta que caiga una cúpula gigante del cielo. Y claro, eso me saca de la historia.
Me saca, sencillamente, porque en función de los intereses del guionista, Vinci puede tener el alcalde más corrupto y la policía más incompetente del país sin que a nadie le escame; puede ser una ciudad industrial de tamaño medio, una megaurbe con tres canales de televisión locales, o ambas cosas en función del tipo de escena que estén escribiendo; puede que tengan que investigar el crimen en el festival de la remolacha azucarera, que tiene su baile, su mercadillo y su rodeo, o puede que lo tengan que investigar en el estadio olímpico de la ciudad en el momento en que se juega la final de la Superbowl. Vinci puede ser una aldea sin hospital o una polis con el aeropuerto más grande del Estado, o incluso puede ser una aldea con el aeropuerto más grande del Estado. Nah, muchas facilidades para que me des gato por liebre, Pizzolatto.
Casualidades de la vida
Probablemente lo más comentado del estreno truedetectivesco ha sido lo azaroso que se presenta todo. Sí, digo bien: «se presenta» todo. Las casualidades son parte del germen de las historias; no podemos erradicarlas del panorama sin cargarnos toda la tradición del relato desde el origen de los tiempos. Eso sí, podemos intentar que la casualidad no lo parezca tanto.
En mi opinión, True Detective se equivoca al presentarnos de sopetón a todos los protagonistas y luego forzar una serie de circunstancias que den con todos ellos juntitos investigando lo mismo. Rechina mucho que justo pongan en el caso al policía que conoce al mafioso que conoce a la víctima; rechina mucho que la agente Antígona —ay, Pizzolato, cómo te gusta el drama— se dé de bruces, en dos investigaciones distintas, justo con su padre hippie y con su hermana porno, y rechina que sea precisamente el policía impotente quien encuentre casualmente el cuerpo de la víctima cuando daba un paseo por ahí. Si estas conexiones, tan fortuitas como tramposas, nos las hubieran ido desvelando poquito a poco —igual que la relación de Velcoro con su hijo pelirrojo— la cosa habría chirriado mucho menos. Incluso, oye, podían haber incluso sorprendido.
Autocomplacencia y presuntuosidad
Pero si hay algo que me molesta últimamente bastante es cuánto se quiere la serie a sí misma. Por si no fuera suficientemente presuntuoso ponerle de nombre «auténtico policiaco» —esa creo que es la traducción correcta—, el drama no se corta a la hora de estirar el chicle de su propia franquicia. Alcoholismo extremo y curiosamente indetectado en todos los personajes; escenas musicales de bar —no es broma—; los dichosos travellings circulares y el juego del cliché una y mil veces repetido en cientos de historias de género me ofuscan. Casi parece que sólo por los títulos de crédito tenemos que sentarnos a alabar esta segunda temporada que, con permiso de los fieles, no le está llegando a la suela de los zapatos a todo lo que su antecesora ponía sobre el tapete a estas alturas del relato.