


Si hay dos temas que han sido glosados de forma redundante por la literatura universal desde el origen de los tiempos éstos son, sin duda, los del amor y la muerte. A veces el amor era el romántico de los adolescentes, capaces de anteponer su pasión a su misma existencia; otras veces era el amor del héroe que es capaz de afrontar la prueba suprema del sacrificio por la salvaguarda de sus seres queridos. En esta ocasión, sin embargo, la muerte tiende su manto desde el comienzo para narrar otra forma de amor, quizá más real y profunda que las anteriores: la amistad incondicional de los buenos amigos.
Julián (Ricardo Darín) es un reconocido actor de teatro que ha sido diagnosticado con un cáncer incurable. Ante la inevitabilidad de su destino, opta por prescindir de cualquier tratamiento que pudiera alargar su agonía. Prefiere, en cambio, poner en orden sus asuntos y marcharse de este mundo con dignidad y pronto, a ser posible. De hecho, no descarta la idea de ayudar un poco al desarrollo de los acontecimientos. Su única preocupación final, sin embargo, es encontrar un hogar adecuado para su adorado perro Truman, compañero inseparable de sus solitarios años de divorcio y enfermedad. Está en esto cuando llega de visita Tomás (Javier Cámara) que, más que tratar de convencerle para que se someta a la quimioterapia, termina por ser fiel testigo y acompañante embobado de las que parece que serán las últimas semanas en la vida de un amigo cuya valentía admira hasta lo más profundo.
Con un guión forjado principalmente sobre la oralidad, la película peca demasiado de los encuentros casuales, la falta de ritmo, el texto predecible y la situación estrambótica únicamente encaminada a sacar la sonrisa del respetable, como por ejemplo el diálogo con el veterinario acerca de si el can sufrirá la ausencia de su dueño. Incluso hay un instante sexual que poco o nada aporta a la trama. Pero las virtudes superan, con mucho, los posibles momentos huecos. Truman huye del drama de violines y lágrima fácil para afrontar la historia desde una óptica madura, consciente y realista. El metraje está inundado de detalles, a menudo nimios, cargados con una desgarradora fuerza emocional y reflexiva que van desde lo banal de elegir si urna biodegradable o de mármol veteado con ribetes dorados hasta lo demoledor del último abrazo de un hijo.
Una visión íntima y discreta; próxima pero no invasiva, casi como la propia mirada del amigo fiel
La realización lleva al público a través de una visión al tiempo íntima y discreta; próxima pero no invasiva, casi como la propia mirada del amigo fiel. Pero, no obstante, si hay algo que justifica sobre todo lo demás el visionado es, sin duda, el tándem protagonista. Un somero y acertado Javier Cámara sirve de escudero y apoyo de un Ricardo Darín que está, sencillamente, inmenso.
Vayan a verle.