Me gusta Tu cara me suena.
De todos los talent-shows del momento es el que más me entretiene. No hay lucha contra el cronómetro; no hay rivalidades en serio; no hay un montaje estirado para dar tensión a lo que no la tiene, y además los espectadores somos realmente testigos de aquello que valoran los jueces. Si lo piensan, a la hora de la verdad, en Top Chef, el otro talent de la casa, nos tenemos que fiar de lo que digan Chicote y compañía tras probar el plato de turno. Desde casa sólo podemos valorar la presentación. Si está frío o no, producción sabrá. En Tu cara me suena las desafinaciones las oímos todos.
El primer gran logro del programa, en mi opinión, es la selección de los participantes. No hay jurados de por medio. No hay casting ni cosas así. Se hace a dedo, y se hace bien. Juntan a gente que da juego en un sutil equilibrio entre el humor y la excelencia. Ni son todos cantantes, ni son todo humoristas, ni son todos guapos. Encontrar el equilibrio de fuerzas, aunque no lo crean, es algo muy complicado. Porque no solo hay que encontrar a gente que atraiga a los distintos públicos —el numerito de por las mañanas, ya saben—, también tiene que ser gente talentosa en lo suyo y con una amplia capacidad para hacer el ridículo. De la selección de los personajes depende todo el programa, como ha demostrado edición tras edición.
El segundo gran logro es la caracterización. Y no por el maquillaje y los apósitos, que están muy bien… a veces. No. Por la magia del «pulsador». Otra cosa que hacen a dedo —nadie se cree eso del azar— y que vale para sacar a los personajes de su zona de confort. Los cantantes de toda la vida tienen que cambiar de registro; los actores encuentran un lugar nuevo que explorar fuera de sus personajes conocidos por el gran público; los humoristas se hallan ante un reto de imitación que, de hecho, suelen tomarse en serio, y el público agradece el suspense, la parodia, el buen humor… y el puntillo picante, que siempre está, con algún vestuario provocativo o alguna coreografía en la que Vicky —sí, la que ganó aquello de los bailarines hace algunos años— y sus compañeras y compañeros del cuerpo de baile tienen que lucir cacha.
Junto a eso, por alguna extraña razón que no alcanzo a comprender, Tu cara me suena —al igual que el piélago de programas «tróspidos» de la factoría de quién casarse con…— está sacando a relucir verdaderas antiguallas joyas musicales desconocidas por gran parte del público actual, en el que me incluyo, y eso me agrada. Particularmente estoy bastante cansado con la promoción pachanguera de los temas actuales producidos casualmente por la misma productora del programa de turno; del «descárgate esta canción» sobreimpreso en pantalla mientras los del gran hermano se hacen arrumacos, y cosas así. En Tu cara me suena se imita a Pittbull y también a Antonio Molina, a Adele igual que a Camarón, a Shakira y también a Rosendo. Y eso está francamente bien —mira, una cosa buena del «para toda la familia»—.
El tercer punto que me gusta es el jurado. El dúo cómico de los late-nights de Sardá formado por Latre y Fuentes siempre ha funcionado bien en pantalla. Independientemente de su distintos roles, lo cierto es que ambos transmiten una energía positiva que se contagia. A su lado, Àngel Llàcer y su histrionismo —posado, según dicen— aporta un contrapunto que dinamiza el programa. Mónica Naranjo ha sido un gran descubrimiento por su naturalidad, sencillez y frescura; y Marta Sánchez… Bueno, ya, tal.
Sin embargo lo que más me gusta del programa es precisamente el tema de los premios. Como seguro que saben, el premio de cada concurso es sistemáticamente donado para alguna asociación u ONG con fines sociales. Para cualquiera de las organizaciones presentadas, no es tanto la cuantía del premio como el hecho de recibir una mención en TV en pleno prime, de boca de algún famoso. Se da a conocer y se menciona su fin social. Simple, sencillo, efectivo, y no se explota el sufrimiento ni se expone la intimidad de nadie en primer plano, como sí ocurre en otras cadenas.
Con todo, la parte negativa del asunto, que siempre la hay —ya me conocen— se produce en la entrada del segundo tercio del programa, cuando se abandonan los patrocinios integrados en el propio espacio y los cortes publicitarios alcanzan los quince minutos de duración. En este momento, el programa sufre el bajón propio del reparto de puntos, con discursito de todos y cada uno de los votantes en todos y cada uno de los puntos que se dan, lo que ralentiza bastante el ritmo. Si a esto añadimos que, por ese Real Decreto Ley o Mandamiento Divino que tenemos en España de que los programas tienen que durar hasta el infinito y más allá, el nombre del ganador o ganadora no se anuncia hasta la madrugada, pues ya se pueden imaginar el bostezo.
Pese a todo, me gusta y sí. Lo veo. Y me río. ¿Me estaré ablandando?
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