


Abel asiste con sorpresa a la declaración que Marianne le hace con una sonrisa apenas antes de salir camino del trabajo: está esperando un hijo de otro hombre. Concretamente del mejor amigo de la pareja. Según le cuenta, siempre sin perder la sonrisa, el otro ya lo sabe. Y sus padres. Y se van a casar, por lo que Abel debe abandonar el piso parisino que comparte con su novia —quizá ya no tan novia—. Tiene tiempo antes de la boda. Diez días.
Pasan diez años en los que no sucede nada reseñable, y Abel vuelve a encontrarse con Marianne. Ella ahora es madre de un chaval de ojos despiertos y viuda del que fue mejor amigo de los dos y padre del muchacho. De hecho, se reencuentran en el funeral. Ambos deciden apenas al día siguiente que, estando el otro muerto, nada les impide retomar la relación donde la dejaron, y Abel vuelve a mudarse a la casa de ella, que antaño también fue la suya. Sin embargo, el niño le pone sobre aviso: está convencido de que su madre mató a su padre con veneno.
Una narrativa que cae en lo predecible pese a lo afectado de su planteamiento, y una factura visual sencillamente correcta, dejan la película en barbecho entre el terreno de lo predecible y el de lo intrascendente.
En el funeral también estaba Eve, la hermana pequeña del fallecido, que resulta que lleva toda su vida enamorada en secreto de Abel. Al verle de nuevo rebrota en ella la pasión de su adolescencia y vuelve a pensar en él, pero esta vez ya convertida en mujer. Su sobrino, el pequeño que piensa que su madre es una asesina, le chiva a la enamorada las intimidades de Marianne con Abel en la cama, pues se dedica a espiarles con el micrófono de su teléfono móvil. Y Eve, al notar que en esa habitación no está sucediendo nada trascendente, decide plantar batalla a Marianne: en medio de la calle le exige que le entregue a Abel, o que se prepare para la guerra.
Relatada con aire sofisticado, la comedia dramática escrita y dirigida —y protagonizada— por Louis Garrel trae a la gran pantalla una historia en la que un hombre indefenso y algo pusilánime queda enredado entre las voluntades de dos mujeres de carácter. La primera es interpretada por la exmodelo Laetitia Casta, esposa del director-guionista en la vida real; la segunda, por Lily-Rose Depp, hija de Johnny.
Aunque la interpretación de este incuestionablemente atractivo trío —quizá sea más exacto decir triángulo— es solvente, la película parece querer elevar lo anecdótico a altas costas de profundidad. La perspectiva múltiple, exagerada mediante la voz en off de cada uno de los personajes principales que van narrando su vida y pensamientos, aporta un punto de interés a una historia con muy escasos instantes realmente cómicos o dramáticos. Una narrativa que cae en lo predecible pese a lo afectado de su planteamiento, y una factura visual sencillamente correcta, dejan la película en barbecho entre el terreno de lo predecible y el de lo intrascendente.