Allison se distrajo apenas dos segundos de la carretera. Fue para buscar una dirección en el móvil. Dos segundos, nada más. Con eso bastó para dar al traste con todo. El resultado del accidente fueron dos víctimas mortales, además de todas las secuelas físicas de la propia Allison. Para tratar sus dolores le recetaron fuertes opiáceos que, en efecto, sirvieron para aliviarla mientras se reparaban sus huesos. Sin embargo, como consecuencia secundaria, también le servían para aliviar el dolor emocional de la ruptura con su pareja, de la crisis económica al perder el trabajo, y del peso de la culpa sobre su conciencia, por lo que terminó convirtiéndose en una adicta.



Cuando los médicos dejaron de recetarle la oxicodona, ella se buscó la vida para conseguirla por otros medios. Medios poco legales. Un antiguo amigo le ofreció heroína. “Es prácticamente lo mismo”, le dijo. Ella probó, y en ese instante se dio cuenta de que se había convertido en una yonki. Antes de ir a más, tomó conciencia y decidió acudir a un grupo de ayuda. No se podía imaginar que allí se encontraría con el padre de una de las víctimas del accidente que ella misma provocó.
Ni mucho menos podía esperarse que se hicieran amigos. El padre de su víctima es un señor bastante mayor y bastante cansado de la vida. Fue alcohólico en otra época, pero ha vuelto a las terapias de grupo porque su nieta adolescente, de la que ahora tiene que hacerse cargo, está empezando a mostrar la rebeldía propia de la edad y él siente el deseo de tomarse una copa. O cien.
Allison percibe que ella puede ayudarle. No solo porque está más cerca en edad y en perspectiva a la muchacha, sino porque también considera que de alguna forma se lo debe. Eso, o cree que, en su fuero interno, es alguna manera de redimirse de su culpa. El problema, claro, es que la propia Allison es la primera que necesita ayuda, mucho antes de poder siquiera ganarse un hueco en la familia cuyas vidas ha destrozado.
El director Zach Braff escribe y dirige un drama hecho a medida de su protagonista, su pareja —ya ex— en la vida real Florence Pugh, que participa además en la producción de la obra. La película tiene, de entrada, un problema fundamental: no se aclara en el tono que desea imprimir a la historia. Contemplamos motivos realmente trágicos pero edulcorados por cierto tono esperanzador, buenista y melodramático que pretende acercar la historia —sin lograrlo— a una feel-good movie. Frente a eso, las incongruencias del guion no resultan tan llamativas.
Pese a todo, llenan la pantalla dos gigantes. Morgan Freeman, que sigue cumpliendo su tradicional rol de narrador de sus películas, y la incuestionable Pugh, que incluso en los malos papeles sabe transmitir fuerza, verdad y sentimiento.