


Entregada a la enseñanza en el aula de las desigualdades por razón de sexo del entramado legal en los Estados Unidos, la profesora universitaria Ruth Bader Ginsburg ve la oportunidad de cambiar realmente el sistema y sus leyes obsoletas cuando cae en sus manos un caso de discriminación por razones de género que afecta, al contrario de lo habitual, a un hombre. Se trata de una oportunidad única en la carrera de la joven abogada, con la que parece que ha estado soñando desde que inició sus estudios en Harvard como una de las apenas nueve mujeres de la facultad de Derecho en 1956. Ruth Ginsburg, que se graduó como primera de su promoción a pesar de tener que cuidar de su marido enfermo y de su hija pequeña a la vez que asistía a las clases —las suyas y las de su marido, que era compañero en la misma disciplina—, se lanza a la búsqueda de un fallo favorable que permita sentar un precedente en la jurisprudencia estadounidense y así dar, al menos, un primer paso hacia la igualdad real de género ante la ley.
Ruth Bader Ginsburg no solo logró su objetivo ganando aquel caso, sino que su lucha por los derechos civiles forjó una carrera que la llevó hasta la Corte Suprema de los Estados Unidos, donde sigue en ejercicio a sus 86 años tras haberse convertido en todo un icono de la lucha por la igualdad de género en aquel país. Y ahí, precisamente, reside uno de los principales problemas de la película.
El maniqueísmo con se manifiestan las posturas termina por restar entidad a un conflicto que, no obstante, se muestra bien narrado
El retrato realizado por la directora Mimi Leder a partir del guion de Daniel Stiepleman sobre los primeros casos de la jueza Ginsburg parte desde la absoluta y reverencial admiración por la protagonista en la vida real —no en vano el guionista es sobrino de la jueza—. Esto, de una forma u otra, termina afectando a su desarrollo, que se torna por completo irreal al tiempo que predecible. La abogada encarnada por Felicity Jones es perfecta absolutamente en todo —salvo, según se muestra, en sus dotes culinarias—; su esposo, llevado a la pantalla por el atractivo Arnie Hammer, además de guapo, roza igualmente la perfección en todos los sentidos; su matrimonio, sólido como el granito; su hija, inteligentísima y muy avanzada para su edad; y sus contrincantes en los tribunales, por completo retrógrados y de pensamiento obtuso, capaces de emplear hasta las primigenias computadoras del Departamento de Defensa para compilar toda la legislación posible en sus alegatos en el juicio.
El maniqueísmo con se manifiestan las posturas termina por restar entidad a un conflicto que, no obstante, se muestra bien narrado, con coherencia y acierto; cumpliendo en todo caso la premisa que plantea desde el inicio y procurando un final tan feliz como esperado.