Cassie está sola y borracha en un bar de copas. Varios hombres la miran en este estado y bromean. Uno de ellos se acerca a ella y se ofrece a llevarla a casa, con aviesas intenciones. Pretende aprovecharse de su situación. La acompaña en un Uber, pero no la lleva a su casa sino a la de él. Allí le ofrece más alcohol, que ella toma. Cuando la nota más mareada la lleva a la habitación y empieza a desnudarla. Ella sigue consciente, pero balbucea una negativa que no detiene a su abusador. Entonces cambia el tono y se incorpora. No está borracha. Nunca lo ha estado.



La manera que tiene Cassie de superar el trauma de la violación de una amiga durante su etapa universitaria es precisamente esa: hacerse la borracha por los bares para atrapar en su red a hombres que traten de abusar de ella. Por cada uno que engaña hace una marca en un cuaderno. Lleva acumuladas varias decenas cuando retoma el contacto con un viejo compañero de la carrera —que ella nunca terminó— y que parece poder ponerle de nuevo en contacto nada menos que con el violador de su amiga, perfilando lo que puede ser para Cassie la venganza definitiva, si es que lo que ella hace puede llamarse venganza.
Porque, en realidad, Cassie no hace nada. Cuando se quita la máscara y pone de manifiesto su sobriedad, los potenciales violadores se amilanan y lloriquean, rogándole que no cuente nada, que no les arruine la vida. Y es ahí donde la historia escrita y dirigida por Emerald Fennell empieza a entrar en el resbaladizo terreno de la contradicción y la irrealidad.
Presenta una trama de thriller mezclada con humor negro que trastabilla tanto en lo primero como en lo segundo
La película, que ha recibido cinco nominaciones a los Óscars, presenta una trama de thriller mezclada con humor negro que trastabilla tanto en lo primero como en lo segundo. Los personajes oscilan entre unos rasgos y los contrarios, comenzando por la propia Cassie, que terminará infringiendo a otras mujeres los mismos tormentos por los que pasó su amiga; la trama se verbaliza a cada instante, apoyándose en premisas vagas y apenas desarrolladas que el espectador tiene que creer sin más, desde evidencias que han esquivado la pericial de los juicios —pese a ser de dominio público— hasta prácticas mafiosas emprendidas por abogados sin escrúpulos que no han trascendido más allá de lo privado.
Se trata de una apuesta arriesgada que se aprovecha con oportunismo del #MeToo para perfilar una historia que recuerda a las rape revenge de los setenta y ochenta, pero que en vez de llevar la violencia hasta sus últimas consecuencias, como aquéllas, prefiere victimizar a su protagonista para convertirla en mártir del artificio.