Venecia se lleva hundiendo décadas. La subida del nivel del mar, el desgaste de los cimientos centenarios… Se trata de una joya urbanística que, según dicen algunos, está abocada a desaparecer si no se le pone remedio. Por eso hay que darse prisa por conocerla. Por visitarla. Por sentir el ambiente mágico de sus canales y de su carnaval. El problema es que la marea que ha acelerado el deterioro de la Serenísima no es precisamente la del Adriático. Es la de la masa ingente de turistas y visitantes que vomitan cada día los grandes cruceros que allí encuentran puerto.



La película de Álex de la Iglesia toma esta problemática como punto de partida para tejer un slasher en el sentido clásico. La cuestión es bien sencilla: un asesino en serie se dedica a matar a cuantos turistas se encuentra por la ciudad de las góndolas, aprovechando el juego de máscaras del carnaval. En este contexto, un grupo de españoles desembarca de uno de los grandes cruceros que llegan a la ciudad con la intención de celebrar una despedida de soltera hortera, cateta y por completo prescindible. Por supuesto, para asombro de las autoridades, irán cayendo uno por uno.
La película provoca un curioso efecto: durante unos minutos, ante la chabacanería y la actitud estridente de los turistas españoles, el espectador siente como suyas las reivindicaciones del criminal. En su fuero interno, de hecho, llega incluso a ponerse de su parte, si no deseando que les asesinen sí al menos justificándolo inconscientemente. O conscientemente, pues los retazos de giallo de la obra la dotan de la suficiente irrealidad para provocar la distancia moral que constriñe las pulsiones más nefastas al ámbito de la fantasía, donde campan con libertad.
Y ahí el problema de Veneciafrenia. Por un lado, presenta un juego grotesco, macabro, fantasioso… que tiene en el artificio su mayor atractivo; se atreve incluso con cierto punto gore y sangriento. Pero, por otro lado, pretende ser una obra moralista; una historia con mensaje anclada en una realidad tan cercana y entendible como difícilmente evitable. Y esta dualidad, en cierta forma, lastra el juego, baja el suflé.
Pese a ello, la película se disfruta durante los dos primeros tercios del metraje, cuando teje una intriga entre las callejuelas y los canales de la majestuosa ciudad exponiendo a una pandilla de españolitos —y a una incompetente Polizia di Stato— al desenfreno homicida de un asesino teatral y exagerado.
Presentada como el arranque de lo que parece ser una colección de obras de terror, la película resulta recomendable por ser, además, la pieza inaugural.