


Afirma el inspector José Pedro Negri en su informe que, cuando acudieron al 8 de la calle Luis Marín de Madrid la gélida noche del 27 de noviembre de 1992, varios agentes del dispositivo pidieron salir del lugar ante la visión de varios sucesos inexplicables. Hacía poco más de un año que había muerto en extrañas circunstancias la hija mayor de la familia que residía en la casa, y que era aficionada al espiritismo. El relato de las visiones y experiencias que vivieron los agentes aquella noche constituye el único informe policial que recoge sucesos paranormales en España, y es la historia real que ha inspirado Verónica, la última película dirigida por Paco Plaza.
Aficionada al ocultismo por fascículos, Verónica, con quince años y muchas responsabilidades familiares, decide jugar a convocar a los espíritus durante un eclipse de sol. Para su ritual acude a dos compañeras de clase, y para lograr su objetivo se vale una fotografía de su difunto padre. No es raro que quiera encontrar en la ouija un pilar familiar. Su madre trabaja de sol a sol en un bar de barrio y ella está sobrepasada por llevar adelante la casa, la comida y el cole de sus tres hermanos pequeños. Pero todo termina mal. La sesión de espiritismo no se cierra como debería y Verónica vuelve al hogar con un monstruo en la mochila que no tardará en poner en peligro a los pequeños de la familia.
Probablemente la gran virtud de la última película de Paco Plaza resida en el naturalismo. Lejos de terrores de tintes góticos y préstamos de fobias foráneas, la película de Plaza sostiene un terror sobrenatural sobre la piedra angular de lo local, lo doméstico, lo cotidiano. El retrato realista de la Vallecas de comienzos de los noventa; la disección minuciosa de los desayunos de una familia de clase humilde de un bloque de barrio; la atmósfera casi palpable de una España reconocible por todos, apuntalan una película que incluso sin la trama sobrenatural bien valdría una mención de interés. La debutante Sandra Escacena se resuelve inmensa, igual que la nada desdeñable participación de los pequeños. Tanto es así que, por contraste, es la intervención de las adultas de la historia la que se antoja peliculera y hasta teatral.
Plaza teje el relato con un hilo tensado a fuerza de homenajes sutiles, discretos y bien llevados a todos los clásicos que componen el género. Desde el silente Nosferatu hasta el Quién puede matar a un niño de Ibáñez Serrador. La tensión crece paulatinamente y el terror, lejos del sobresalto tramposo, se forja a fuego lento sobre la empatía y el interés en el desarrollo dramático del trágico personaje. Una película disfrutable de principio a fin.