Mi primera impresión sobre Víctor Ros fue mala. Nada más ver al comienzo el plano aéreo sobre una representación digital del Madrid del XIX levanté una ceja. Aquello era más propio de videojuego que de serie de TVE. Cuando apareció, en la escena siguiente, mi odiada luz de relleno sobre la coronilla de la madre de Ros infantil levanté la otra. A punto estuve de cambiar de canal. Pero aguanté a ver el resto del prólogo y, a lo tonto, me quedé.
Fíjense qué tontería. Me empezaron a presentar al personaje en escenas cortas y concisas, entrando en el momento adecuado y dejando la escena en alto; dándome a cada nuevo paso un nuevo motivo para no abandonar, un nuevo punto para no cambiar de canal. Y así, poquito a poco, me fueron convenciendo. Los cromas horrorosos y la iluminación «exuberante» seguían ahí, pero al menos había una historia que me distraía de ellos. Una historia bien interpretada. Bien contada.
Víctor Ros es un procedimental al uso que tiene como punto fuerte, además de las historias autoconclusivas de cada capítulo, una trama de continuidad más profunda y más interesante, si me lo permiten. Ha llamado la atención por estrenarse primero en la vía privada de Movistar TV antes de llegar al público en abierto. Su premisa funciona, su ambientación es correcta —aunque no esté bien fotografiada— y la interpretación de todos es realmente destacable, tanto la de ellas como la de ellos.
La narración, sin duda, es el punto más fuerte de la propuesta. No he contado ninguna escena que dure más de dos o tres minutos; no he encontrado ningún diálogo banal o que no nos aporte algo; no he encontrado ningún punto muerto que lo sea realmente. Cada nuevo paso nos va adelantando algo; nos va llevando a un lugar nuevo y alucinante.
Ahora bien, he dicho que se ha tratado de una historia bien interpretada y bien contada, no que fuera una buena historia
Y ahí es donde reside el verdadero sentido de una serie como Víctor Ros, o como How to get away with murder: el ritmo, el lenguaje conciso y dar al espectador un nuevo motivo en cada plano para no dejar de mirar. Víctor Ros juega con algo tan fundamental en las series que a veces se les olvida a quienes vienen del cine: hay que sorprender al espectador en cada giro, en cada trama, en cada escena.
Ahora bien, he dicho que se ha tratado de una historia bien interpretada y bien contada, no que fuera una buena historia. De entrada, la trama de continuidad se asemeja tanto tanto al Jack el Destripador de Alan Moore que incluso hacen alusión a este mismo asesino durante el metraje de la pieza. Y la propuesta episódica de anoche terminó trampeando todo cuanto pudo y más, resolviéndose por un detalle de última hora —si no me creen échenle un vistazo: la pista clave aparece en escena apenas varios minutos antes de que el detective dicte la solución— y con recurso a la magia como deux ex machina de los de manual, de los que vienen en el epígrafe «di que lo hizo un mago». Si pretenden resolver el misterio por su cuenta antes que Ros lo llevan claro. En el último minuto surgirán pianistas, amantes, suicidios y hasta hipnotizadores que tienen una palabra clave para someter la voluntad de cada persona. ¿Serán tan tramposos los siguientes cinco episodios?
Eso por no contar que, además, Ros es un personaje tan perfecto que por momentos llega a ser completamente insoportable: tan listo, tan guapo, tan karateka… Yo, qué quieren que les diga, aunque esta serie se deja ver y está bien realizada salvando los problemas de siempre, por mi parte sigo prefiriendo a Laura, allá donde quiera que esté, aunque, mientras nos la devuelven, Víctor Ros no es mala opción. Échenle un ojo. No es mal plan.