


El gran problema que ha tenido Wayward Pines es que quería juntar tantas cosas buenas que la expectativa superaba, con mucho, su nivel de acabado. Anoche emitieron en Fox su distópico episodio final tras la consabida cancelación y su productor, el que otrora fuera director de joyitas como El Sexto Sentido o El Protegido, puede respirar. Porque, discúlpenme, pero estaba claro que lo que realmente debía tener acojonado a los responsables no era la cancelación sino que a alguien le diera por renovarla otra temporada. Y no sólo por la dificultad añadida de haber postergado el estreno hasta el verano —ya, de entrada, muestra de que ni siquiera su cadena confiaba mucho en la serie—, con los nuevos compromisos creados por el plantel y la amortización de decorados y demás. El principal obstáculo era, realmente, cómo seguir sacando jugo de una fruta exprimida al máximo y desde tan temprano. Wayward Pines se presentaba tan fulgurante y se consumió tan pronto que la sensación de tedio ha durado al menos cinco episodios.
Y eso que al principio prometía. Matt Dillon se despertaba en un bosque después de un accidente de tráfico para descubrir que en realidad estaba encerrado en un pueblo sin final; en una especie de escenario controlado por cámaras y cercado por una amplia verja electrificada y una montaña insondable. Allí, en la ciudad, estaba su ex-amante, pero aparentaba más edad que la que supuestamente tenía. Los grillos que sonaban por las calles no eran más que aderezo del hilo musical, y los teléfonos no llamaban, realmente, a ningún sitio. Luego empezaron los ajusticiamientos, el cadalso y demás aficiones radicales y extravagantes de lo que parecía el presidio ideal de una secta idólatra; un Wisteria Lane con vigilancia veinticuatro horas habitado por una pandilla de fanáticos silentes. Intrigaba.
Luego la cosa fue a mayores cuando se nos presentaron las extrañas criaturas del bosque. Una especie de humanoide asexuado que corría y brincaba más allá del cercado pero que no se aventuraba a cruzar la reja —ni a descender por la montaña del otro lado, aunque después de la escena del ascensor se ve que podían trepar…—, y que devoraba en segundos todo lo que se encontraba como los zombies mutados de Soy Leyenda. ¿Qué está pasando aquí? Imagínenme alborotado ante la pantalla, sin querer pestañear y diciendo para mis adentros «por favor, que no sea cosa de un mago». Pues toma dos tazas.
La explicación de todo llega en el episodio cinco. Fin de la serie. Lo hizo un mago. ¿Y los otros cinco episodios? Nah, calderilla. Y a partir de aquí llegan los spoilers.
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La resolución de la cosa es que estamos en Idaho en el año 4028. La humanidad se ha extinguido de la faz de la Tierra y en su lugar el homínido brutal ha tomado el control de la selvática superficie, salvo por un emplazamiento resguardado donde un científico loco ha conseguido preservar criogénicamente un selecto grupo de homo sapiens. Con la intención de repoblar el planeta, ha reconstruido una ciudad-modelo norteamericana donde tiene viviendo a sus cobayas como si estuvieran en el año 2000, con su cafetería, su periódico local, sus camiones de reparto y sus escuelas. Un granja de hormigas, pero con personas. ¿Curioso, verdad?
Claro, como los buenos trileros no se detiene en explicar el truco. Nadie sabe cómo han logrado mantener vehículos, alimentos, ropa y víveres dos mil años a la intemperie; ni se molestan lo más mínimo en detallar de dónde sacan la electricidad, el agua corriente o el combustible para los coches, camiones y helicópteros. Lo hizo un mago. Punto. Trágate lo demás. ¿Y qué es lo demás? Pues nada nuevo: el adolescente se enamora; el padre acepta su destino y se sacrifica por los suyos; los que quieren escapar terminan descubriendo la verdad a las malas, y el villano opta por expulsar a sus hijos díscolos del Jardín del Edén.
Jo, con lo interesante que parecía.