


Aunque ha sido llamada por muchos la nueva Juego de Tronos de HBO, lo cierto es que Westworld sólo tiene en común con su antecesora un presupuesto más allá del común de las series normales, y una melodía de cabecera compuesta por el mismo autor. No sólo me parecen distintas en planteamiento y formas, sino que además me atrevería a decir que son antagónicas en lo que realmente importa. Sin embargo, la comparación resulta inevitable.
No ha habido, según parece, un éxito comparable en todo el año pasado. Su estreno, coincidiendo prácticamente con el desembarco del canal en España, supuso un aluvión de letras en los medios tanto impresos como digitales; y su ostracismo y complejidad narrativa trajo consigo el inevitable revuelo de esos colectivos que esperan latentes la llegada de una digna heredera de las promesas incumplidas que dejó Perdidos —entre los que me incluyo—.
Me ha gustado Westworld. Me ha parecido que sienta la base de una narración inteligente y bien pertrechada que probablemente deje poso y produzca descendientes. No obstante, también me ha parecido lenta, difícil de seguir, sobreexplicada en algunos puntos y con una etapa mesetaria que se prolonga sobre demasiados episodios durante el segundo tercio. Trataré de dar cuenta de por qué el saldo es positivo sin caer demasiado en el spoiler.
Quizá aquello que mejor ponga de manifiesto que estamos ante una forma de relato novedosísima es que el argumento de Westworld sea mejor entendido cuando se acude a la narrativa de los videojuegos. En efecto, seguramente cualquier gamer estará de acuerdo conmigo si digo que la serie es básicamente un RPG de mundo abierto llevado a la realidad. De hecho, el planteamiento no difiere mucho de propuestas como Red Dead Redemption, donde el usuario/jugador se sumerge en un mundo virtual con ambientación de Western y tiene libertad absoluta para cumplir (o no) los objetivos o misiones de la partida en el orden que él desee.
Westworld plantea la existencia de un parque temático de tamaño continental que propone a sus visitantes un juego de rol: se harán pasar por habitantes del Lejano Oeste; vestirán con los ropajes y atuendos propios del Lejano Oeste, y portarán las armas y aperos propios del Lejano Oeste. Dentro del parque podrán interactuar con bots robóticos o «anfitriones» que les guiarán a través de las líneas narrativas que los propios usuarios deseen activar. Así, el visitante que se encuentre con un forajido tendrá la opción de «jugar» la partida de unirse a su bando y atracar una diligencia, o bien de «jugar» la misión del Sheriff y abatirle en un duelo. Por supuesto, para tranquilidad de todos, las armas no son reales —sólo hieren a los robots— y los «anfitriones» no pueden dañar de forma alguna a los «visitantes», lo cual confluye inevitablemente en que el parque sea, a la postre, un lugar para el desahogo violento y sexual de sus clientes.
El ancla del referente sí sirve, en cambio, para mantener a un desorientado espectador ligado aunque sea de forma tangencial a la premisa de la serie.
La historia, en este punto, no difiere demasiado de su precedente cinematográfico, como tampoco lo hace en el conflicto principal: en efecto, los cibernéticos tomarán conciencia de clase y se rebelarán contra sus usuarios. Sin embargo, sí hay una perspectiva que llama la atención con respecto a su antecedente: en esta ocasión la historia está narrada desde el punto de vista de los robots.
El sustrato cultural
Además de la evidente similitud con su predecesor cinematográfico, Westworld maneja una innumerable mescolanza de ítems culturales que en ocasiones enriquecen el relato y en otras sencillamente se antoja más una apelación al cliché que otra cosa. La propia imagen de la cabecera de la propuesta es elocuente en este sentido: un gigantesco Vitruvio de Da Vinci emergiendo de un tanque de plástico de impresora 3D, como dejando clara la pretensión cultural de una serie que rezuma petulancia por los cuatro costados.
A ver, no me entiendan mal. El doble sentido de los versos de Shakespeare recitados por el primer «anfitrión» averiado denotan al tiempo un conflicto de subtrama —la «avería» en sí consiste en que el robot de pronto «recuerde» fragmentos de una programación anterior que se daba por borrada, en la que era profesor—, a la vez que sugieren de manera premonitoria el devenir del relato y apuntan hacia el cruento desenlace que se vivirá después. Ahora bien, no encuentro esta adecuación a otros puntos, como por ejemplo las referencias explícitas a Alicia en el País de las Maravillas.
Prometeo sobrevuela sin descanso una temática que va más allá de la mera y ya recurrente alusión a la vida del autómata.
El ancla del referente sí sirve, en cambio, para mantener a un desorientado espectador ligado aunque sea de forma tangencial a la premisa de la serie. Podemos no entender nada; no saber si estamos en Blade Runner, en Matrix o en una mezcla de ambas; no comprender del todo si esto es un Show de Truman o si, en cambio, la historia caerá en el saco roto en el que cayó Perdidos; pero al menos tenemos ahí este enjambre de títulos, como asideros referenciales donde enganchar la cuerda de seguridad para no caernos en la apatía de lo que, despojada de ellos, podría ser una serie compleja y lenta. A esto, por supuesto, hay que añadir indefectiblemente la promesa dramática que, como precedentes, traen consigo todos los relatos forjados en los yunques de lo mítico. Pues, en el fondo, ahí es donde transita realmente el asunto.
El espacio del mito
No son pocos los académicos que han querido encontrar en los amplios paisajes filmados entre los ríos Misuri y Colorado una nueva cuna para el relato mítico. Westworld saciará, sin duda, su apetito. Y no sólo por el contrato vinculante que impone el género de plano americano, sino por las reminiscencias que saturan toda la deriva filosófica de la serie.
Prometeo sobrevuela sin descanso una temática que va más allá de la mera y ya recurrente alusión a la vida del autómata. Como el titán, los «anfitriones» viven condenados al suplicio de morir cada día y recomponerse cada noche, sufriendo una y otra vez el mismo trágico destino mientras algunos, los más antiguos, empiezan a percatarse de los muros de su caverna.
El mito como semilla de narrativas acompaña a cada uno de los integrantes del relato, desde el joven novato que se enamora de la mujer de arcilla hasta su alter ego sombrío y enlutado que persigue en incesante Odisea el Laberinto final donde encontrarse —y probarse— a sí mismo. La gracia del tema en la serie, por supuesto, escapa a estas líneas por hallarse por detrás del límite del spoiler, pero sí se puede decir que el encanto está en el engaño, en la mentira y en la doblez que, al final, terminan por mostrar todos y cada uno de los personajes.
El interés de la premisa que propone la serie es que, al averiarse, los androides se «humanizan»
Y ahí reside el primer gran logro de la serie, en mi opinión: todos mienten. Mienten los droides y mienten los humanos; se mienten unos a otros y se mienten a ellos mismos. La esencia misma del parque se sostiene sobre el concepto de la mentira, y ya sabemos que nada nos inspira más en una buena historia que un buen mentiroso. La narrativa de la serie a menudo se esfuerza por sobreexplicar en demasía un mecanismo que luego desbroza sin conmiseración para llegar, después de todo, a algo tan simple como un buen engaño. No obstante, este no sería el primer motivo que daría en favor de la serie. No. Mi motivo son sus actrices.
Putas y vírgenes
Resulta innegable que a lo largo de la literatura universal hay dos clichés que se han repetido como una constante durante siglos en lo referente a la representación femenina en los relatos. No hay que pensar mucho; están claros cuáles son. En este sentido Westworld, el parque, no introduce a priori mucha diferencia. Como serie, en cambio, sí hay una gran novedad. Algo que, creo, supone un punto de interés ineludible a la hora de acercarse a la premisa.
Los principales personajes femeninos de la serie son Dolores (Evan Rachel Wood) y Maeve (Thandie Newton). Resulta evidente que ambas desempeñan papeles más o menos prototípicos y más o menos opuestos entre sí —la madame del burdel y la virginal hija del labrador—, si bien ambas comparten algunos puntos en común: son violadas por igual por los clientes que acuden al parque, y son las primeras en despertar de su letargo cibernético y dar muestras de avería. Claro, el interés de la premisa que propone la serie es que, al averiarse, los androides se «humanizan».
Con la llegada de la conciencia «humanizada», tanto Dolores como Maeve empiezan a ver su mundo de una manera completamente distinta; y la serie se esfuerza igualmente en mostrárnoslas de forma diferenciada. Dolores cambia de vestuario, de rol y de acciones mientras que a Maeve poco a poco pasamos de verla como un mero cuerpo desnudo destinado al placer ajeno a otorgarle el derecho de dejar su sexualidad en fuera de campo.
Me ha parecido presenciar cierta inversión en los roles con respecto a su dinámica tradicional. Y esto, como siempre, me resulta una transgresión al género folletinesco —del que nació el cine— del todo refrescante y atractiva. Sin caer en adelantos, sólo diré que ambas en el relato toman las riendas de una vida que les es prestada y se rebelan ante sus dioses masculinos con distinta suerte y por distintas motivaciones para llegar a un final que propone más incertidumbre que soluciones.