


La primera aparición cinematográfica de la Diana Prince contemporánea, más conocida como Wonder Woman, se produjo en Batman Vs Superman (Zack Snyder, 2016), apenas durante unos instantes. Más peso tendría en La liga de la justicia ( Zack Snyder & Joss Whedon, 2017), si bien en un rol de nuevo secundario. Su papel protagónico estaría en la obra que cronológicamente inicia su saga, dirigida por Patty Jenkins en 2017, y titulada con el mismo nombre de la protagonista. Siguiendo las huellas del Capitán América de Marvel, la heroína de DC ponía solución a la I Guerra Mundial y se quedaba escondida entre los mortales para resolver sus entuertos. No obstante, entre la ingenuidad jovial e inexperta de la obra de Jenkins y la madurez altanera del mismo personaje en la narrativamente posterior obra de Snyder se erigía un abismo. ¿Qué le pasó a la semidiosa amazona para que se le agriara el carácter?
¿Qué le pasó a la semidiosa amazona para que se le agriara el carácter?
La siguiente entrega de Wonder Woman, escrita y dirigida por la misma Jenkins, viene a arrojar un poco de luz sobre ese vacío ubicando al personaje en los años ochenta de Ronald Reagan. Diana, ahora convertida en conservadora del museo Smithsonian de Washington DC, da por casualidad con un artefacto antiguo que resulta ser una especie de “lámpara de Aladino”, capaz de conceder los más profundos deseos a quien lo sostiene. La propia Diana experimenta el poder mágico, logrando traer de nuevo a la vida a su amado Steve, a quien perdió en la guerra. No obstante, el artefacto al tiempo que da también quita, dejando a la heroína progresivamente sin poderes.
Si la película precedente de Jenkins tenía en la invulnerabilidad de su protagonista un obstáculo difícil de salvar a la hora de lograr el interés del público, en esta ocasión parece sortearlo al hacer a Diana poco a poco cada vez más humana. Frente a ella, nada menos que dos villanos: una extravagante compañera de trabajo que desea ser como ella —y lo logrará gracias a la magia del artefacto—, y un yuppie de Wall Street que cumple sistemáticamente todos los pasos del cliché: desde la codicia de Gordon Gekko hasta el pelo de Donald Trump.
La trama cumple en el apartado del entretenimiento, si bien hay que criticarle dos factores que la hacen menos interesante que su precedente. Por un lado, el exceso de justificación moralista que se pretende imprimir a la obra. Por otro, unos efectos visuales de pobre realismo que lastran, tras más de dos horas de metraje, todo lo bueno que se presenta en el prólogo de la película.
Pese a ello, se trata de una obra que se disfrutará mucho más en la sala de cine —especialmente el apartado musical de Hans Zimmer— que en la pantalla doméstica, a pesar de estar en breve disponible en ambas opciones de visionado.