En vista de que la televisión se ha vuelto cada vez más deprimente, y que el cine me deja un tremendo sinsabor social, he optado por echar mano del Reeder y ponerme con la que según amigos, enemigos y familiares era mi asignatura pendiente: leerme Harry Potter.
¿Cómo? ¿Qué? ¿No te habías leído los libros? ¡Has osado hacer críticas destructivas contra Harry Potter como la de «Malvado Dumbledore» sin haberte leído los libros, Cité! [rictus de horror]. Pues sí, querido/da lector/ra encabronado/da. Me he pasado la vida criticando Harry Potter y otras muchas obras fílmicas y televisivas sin haberme leído las obras literarias que les dieron origen [desmayos]; y me atrevería a decir más: con todo el derecho del mundo.
Últimamente se ha corrido por ahí el rumor de que para poder hablar con propiedad sobre cualquier saga frikizoide antes hay que ponerse al día con todos los capítulos previos, libros, fanzines, cómics, revistas, entregas y antecedentes, además de tener una puntuación de más de cuarenta en el frikitest, y lo cierto es que me parece una reverenda boludez. Es como si la obra audiovisual se quedase en celuloide mojado si no se compara o completa con sus antecedentes literarios; como si no se pudiera hablar con propiedad de una obra derivada sin tener que recurrir a sus escritos originales.
¿Acaso Las hilanderas de Velazquez pierde su valor artístico si no se conocen los textos de Ovidio? ¿Y para comprender éstos de verdad hay que analizar pormenorizadamente las obras de Esquilo, Sófocles, Eurípides, amén las de Homero? ¿Acaso para poder entender El Señor de los Anillos hay que escuchar la tetralogía wagneriana El Anillo del Nibelungo? ¿En serio para entender ésta hay que realizar un pormenorizado estudio previo del Nibelungenlied medieval y su héroe Sigfrido? Porque visto así, para poder criticar una película —o varias— de Harry Potter antes hay que leerse los libros; y antes de eso tendríamos que haber visto El Secreto de la Pirámide, de Columbus —de hecho director de la Piedra Filosofal—, la cual no se entendería, por supuesto, sin revisar el canon holmesiano de Conan Doyle, que a su vez bebe indiscutiblemente del ingenioso A. Dupin, personaje inventado por el excéntrico, borracho y genial Edgard Allan Poe. ¿De verdad para poder decir que Dumbledore es un cabronazo —con perdón— tengo que hacer todo el recorrido desde Privet Drive hasta la Rue Morge? ¡Si hiciéramos esto con Tarantino le tendríamos que tirar el Óscar a la cabeza por copión!
Por supuesto que no. Estoy disfrutando las novelas —ya llevo dos y media, se leen rápido— como en su día disfruté las películas. Son obras diferentes, escritas en lenguajes diferentes que, aunque desarrollen una historia común, hay que valorarlas y criticarlas de manera independiente. Por supuesto que el libro aporta más trasfondo, nuevos matices, diferentes secundarios… Claro que la historia en los libros es más densa, compleja y, si se quiere, interesante. Pero es que sería un error de principio considerar que la finalidad de la literatura y del cine son análogas: el simple y en el fondo vacuo «contar historias» de siempre. No. No es solo contar, también es provocar emociones, distraer, confesar, entretener, sorprender, maravillar o hacer pensar… Por tanto me parece más práctico valorar si realmente cada pieza independiente logra su objetivo en su tiempo y forma, y dejarnos de paparruchas como la de si Peeves debería salir en las películas o no.
Vale que por un lado juzguemos las novelas de J.K. Rowling y por otro las pelis. El problema está a partir del cuarto film, cuando se empeñan en meter 600 páginas de maravillosa literatura en 2 horas 35 minutos de celuloide y acaban perdiendo la causalidad en pos de la CASUALIDAD de los acontecimientos de la trama de su protagonista. 😉